No sé exactamente desde cuando nos conocemos, pero calculo
que unos catorce años.
Sí que recuerdo nuestro primer día. No sabría decir la
fecha, pero recuerdo claramente los detalles.
Vivía encerrado. Y privado de libertad. Al menos durante
unos cuantos meses, porque no podían salir con él a pasear, tal era su ímpetu y
sus ganas de ser libre. Capaz de arrastrar a aquellos que lo quisieran llevar atado.
Y así lo demostró casi todos los días de su vida. Él era
libre.
Ella lo eligió. Yo le puse el nombre.
Su delgadez extrema y esa apaciguada actitud escondían su
verdadera naturaleza.
Sujeté con ambas manos su cabeza y me asomé a esos ojos pardos,
contemplé su semblante dorado y su notable tamaño. Y le llamé Uro.
Y vino con nosotros. Su timidez iba desapareciendo conforme
recuperaba su peso.
Con fuerzas renovadas, nos desafió una y otra vez, sin doblegar
jamás su espíritu.
Y aprendimos poco a poco a conocernos, a entendernos y a
respetarnos.
Él nos seguiría a donde fuera a cambio de no cercenar del
todo su libertad.
Y durante todo el tiempo que pasé a su lado, comprendí que nunca
faltó a su palabra y que yo, sin embargo, en demasiadas ocasiones no supe estar
a la altura de nuestro tácito acuerdo.
Nunca me lo reprochó.
Aquel que en un principio solo iba a ser un compañero al que
no pensaba abrir mi corazón por absurdos temores y recelos, terminó convirtiéndose
de manera casi accidental en mi único compañero, en el mejor amigo, en mi mayor
maestro.
Junto a él recorrí todos los caminos, los retorcidos, los
oscuros, los tristes, los radiantes, los mágicos. Nunca se separó tanto como
para que el temor me quebrara. Y siempre dejó clara la frontera donde solamente
los libres podían seguirle.
Amó
a mis amigos y amigas y rozó con su signo a todos cuanto
supieron contemplarlo, mostrándoles rotundamente el pacto ancestral
entre el animal y el hombre. Esa ley no escrita de la que todas las
criaturas fuimos impregnados.
Él era sin duda uno de sus
heraldos.
Junto a los suyos, fue respetado e incluso adorado, pues
conocía la mesura y la aplicaba con la sabiduría del templado. Y yo bebía de
todo aquello, absorto ante su enseñanza.
Tuvo varias vidas, muchos amores, muchas batallas. En todas
ellas supo hacer gala de un talante gallardo. De un orgullo infinito y de una
lealtad inaudita.
Y finalmente ayer decidió partir. Tras este largo viaje que compartió a mi lado.
El
venerable escogió el momento, se acercó a mí como llamándome para
después tumbarse en su vieja cama y dormir el sueño de los justos.
Su familia humana le despedía entre lágrimas. Sus hermanos de sangre prefirieron no entrometerse y dejarle marchar tranquilo.
Tuvo una muerte tranquila, natural y rápida. El último aliento pareció casi un aullido mudo. Después se apagó y perdió el calor.
Y
en cierto modo nos dejó huérfanos. Porque igual que el abrigo de una
montaña era su presencia. Igual que el silencio del sensato era su
mirada. Igual que la fuerza del temporal era su arrojo.
Nosotros
le enterramos, le dimos sudor, lágrimas y palabras en su despedida. Los
suyos le velaron sobre su tumba, durmiendo abrigados bajo su espíritu.
Los dioses te guarden Maestro. Que el Gran Lobo Salvaje te incluya en su Manada.
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